miércoles, 8 de abril de 2015

MITOS


AKA MANTO


Una de las leyendas urbanas más populares en la cultura Japonesa es la leyenda del malicioso espíritu Aka Manto (que significa Capa roja en japonés). Según cuenta las historias Aka Manto es un espíritu del más allá que gusta o prefiere aparecer en baños públicos y baños escolares siempre en el último retrete de la fila, aquel que desde hoy los niños procuraran evitar.
Cuenta la leyenda que el maléfico espíritu de Aka Manto perteneció a un hombre de singular belleza esta característica le acarreo más de un problema y se vio obligado a esconder su rostro del mundo tras una insípida mascará blanca; Una vida tortuosa le hizo jurar que tras su muerte se vengaría de todos por todo su sufrimiento.

Tomando como base este escenario Aka Manto usa una larga capa roja y su inseparable mascara blanca y entonces cuando se está sentado solo en el retrete del último cubículo de la fila una siniestra voz, propia de un espíritu del mal, te preguntará:

“¿Quieres papel rojo o Azul?”

Sin importar la respuesta que ofrezca la victima escogida ha de sufrir una muerte horrible. Si la persona escoge el papel rojo el espíritu de Aka Manto se hará presente y desollará la espalda de la víctima con la intención de dejarla desangrarse pausadamente (de ahí la relación con el color rojo) si por otro lado la victima escoge el color azul sufrirá la lenta y dolorosa muerte por estrangulamiento (de ahí la relación con el color azul)

Algunos hablan de despistar al despiadado espíritu escogiendo cualquier otro color o tratando de huir despavorido; otros sin embargo no lo recomiendan pues afirman que esto desata la furia de Aka Manto quien arrastrará el cuerpo aún con vida a las mismísimas fauces del infierno.

Los primeros testimonios de la aparición de Aka Manto se ubican a principios del siglo pasado cerca del año 1935, desde donde circulaban pavorosas historias sobre un hombre vestido de rojo que se ocultaba en la primaria de Osaka. También se registran testimonios de la década de 1980 en varias escuelas primarias de Tokio, las historias de estos niños dieron como nacimiento el rumor que más tarde se convertiría en la leyenda de Aka Manto.


NETGRAFÍA


                   EL MITO DEL CÓNDOR


Se dice que en un pueblo, un hombre vivía con su hija. La hija cuidaba obejas y otros animales y cada día un joven vestido con elegancia iba a visitarla, el joven tenía un traje negro hermoso, chalina blanca y un gran sombrero. Cada día el joven iba a visitar a la jovencita, y se hicieron buenos amigos.


Un día comenzaron a jugar así: “Álzame tú y yo te alzaré”. Comenzaron el juego, y el joven alzo a la joven. Recién cuando la había alzado en alto, la joven se dio cuenta de que estaba volando.

El joven puso a la niña dentro de un nido en un barranco. Allí el joven se convirtió en cóndor. Por varios meses el cóndor cuido a la joven, le daba toda clase de carnes para comer y bebidas para tomar.





Cuando habían estado unos años juntos, ella llego a ser mujer y dio a luz un niño, pero, la ya ahora mujer, lloraba día y noche por su padre, a quien había dejado en su pueblo.

“¿Cómo puede estar solo mi padre? ¿Quién está cuidando a mi padre? ¿Quién está cuidando a mis ovejas? Devuélveme a mi casa”, le rogaba la mujer al cóndor pero él hacia caso omiso a sus peticiones.

Un día un picaflor apareció. La mujer le dijo: “¡Ay, picaflor! no tengo ninguna manera de bajar de aquí, Hace más de un año, un cóndor, convirtiéndose en joven, me trajo aquí. Ahora soy mujer. Y he dado a luz a su hijo”.

El picaflor le contestó: “Escúchame, no llores. Te voy a ayudar.Iré a contarle a tu papá dónde estás, y tu papá vendrá a buscarte”.

La joven le dijo: “Escúchame, picaflor. ¿Conoces mi casa, no? En mi casa hay muchas flores, te aseguro que si tú me ayudas, todas las flores que hay en mi casa serán para ti”.

Cuando dijo eso, el picaflor voló contento al pueblo, y fue a decir al padre de la mujer: “He descubierto dónde está tu hija. Está en un nido en el barranco.

Es la mujer de un cóndor, va a ser difícil bajarla. Tenemos que llevar un burro muerto”, dijo el picaflor, y explico su plan al viejo.

Dejaron el burro muerto en el suelo. Y mientras el cóndor estaba comiendo el burro, el picaflor y el viejo ayudaron a la jovencita a bajar del barranco.

Después llevaron dos sapos: uno pequeño y otro grande, dejaron los sapos en el nido del barranco. Bajaron el viejo y su hija y fueron hacia el pueblo.

El picaflor fue donde estaba el cóndor, y le contó: “Oye, cóndor. Tú no sabes que desgracia hay en tu casa”. “¿Que ha pasado?” el cóndor le preguntó. “Tu mujer y tu hijo se han convertido en sapos”. El cóndor sorprendido se fue volando a ver. Ni la joven, ni su hijo estaban dentro del nicho, solamente dos sapos.
El cóndor se asustó, pero no pudo hacer nada; y el picaflor está todos los días entre las flores en la casa de la jovencita.
Mientras ella, su hijo y su padre viven felices en la comunidad.
NETGRAFÍA


EROS Y PSIQUE

La historia de Eros y Psique tiene una larga tradición como cuento popular del antiguo mundo grecorromano, mucho antes de que fuera escrita por primera vez en el siglo 2 DC, en la novela latina “El asno de oro” del poeta romano Apuleyo. La propia novela tiene el estilo picaresco romano, aunque Psique y Afrodita retienen su carácter griego, siendo Eros el único cuyo papel procede de su equivalente en el panteón romano.
A esta historia se la conoce como el “mito de Eros y Psique”. La palabra griega “Mythos” puede ser traducida como narrativa, diálogo, argumento. Dice la escritora Gisela Labouvie- Vief que refiere a aquellos aspectos del lenguaje y sus significados que no pueden ser demostrados o formalizados, sino sólo vislumbrados a través de la intuición. A pesar de su naturaleza elusiva, el mito guarda un significado distintivo, que es sentido “orgánicamente” y no se alcanza a través de la lógica, exuda sentido emotivo en vez de evidencia objetiva. “Mythos” refiere al lenguaje de la poesía y de los sueños, un lenguaje que ofrece un sentido psicológico en vez de lógico. Podemos alcanzar el significado del mito a través de los sentidos, pero escapa a todo intento de definirlo o justificarlo.
Eros representaba el poder sobrecogedor del amor, que por su fuerza puede también destruir.
El mito de Eros y Psique narra la lucha por el amor y la confianza entre Eros (o Cupido) y la princesa Psique. En la mitología, Eros representaba el poder sobrecogedor del amor, que por su fuerza puede también destruir. La palabra “psyche” puede ser traducida como “vida” y como “alma”.
Cuenta la historia que hace mucho tiempo existió un rey y una reina que tenían tres hijas. La menor, Psique,  de tan deslumbrante belleza que era adorada por los humanos como una reencarnación de la diosa Afrodita.  La diosa, celosa de la belleza de la mortal Psique, pues los hombres estaban abandonando sus altares para adorar en su lugar a una simple mujer, ordenó a su hijo Eros que intercediera para hacer que la joven se enamorase del hombre más horrendo y vil que pudiera existir.
Por su parte, la belleza no había traído a Psique felicidad alguna. Los hombres la idolatraban de mil maneras, pero ninguno osaba acercársele ni pedir su mano. Los preocupados padres consultaron al Oráculo de Apolo para determinar qué le depararía el destino a su hija. Lejos de encontrar consuelo, el Oráculo predijo que Psique se casaría en la cumbre de la montaña con un monstruo de otro mundo. Psique aceptó amargamente su destino, y obedeciendo al Oráculo, sus padres la llevaron hasta la cima de la montaña seguidos por una larga procesión, donde la abandonaron en llanto para enfrentar a una muerte segura.
Así la encontró el Céfiro (viento del Oeste), quien la elevó por sobre las montañas hasta depositarla en un valle colmado de flores. Al despertar, Psique se internó en el bosque cercano siguiendo el sonido del agua. Lo que encontró fue un hermoso palacio, de indescriptible lujo y belleza, y voces sin cuerpo susurrando que el palacio le pertenecía y que todos estaban allí para servirla. Esa noche, mientras yacía en la oscuridad de su nueva alcoba, un desconocido la visitó para hacerla su esposa. Su voz era suave y amable, pero él no se dejaba ver a la luz del día, lo cual despertaba la curiosidad de Psique que deseaba conocer su rostro.
La belleza no había traído a Psique felicidad alguna
Con el paso del tiempo Psique comenzó a sentir desasosiego, y sufría por sentirse sola. Extrañaba a sus hermanas, a quienes no veía desde hace tiempo y esto le causaba tristeza. Imploró entonces a su esposo que le permitiera recibir la visita de sus hermanas, pero éste le advirtió que ellas tratarían de incitar su curiosidad y la alentarían a intentar develar la identidad de su marido. Él le advertía una y otra vez que no se dejara persuadir por sus hipócritas hermanas, ya que el día en que ella viera su cara no lo volvería a ver y sería el día en que acabaría su felicidad.
Finalmente, Eros cedió ante las intensas y apasionadas súplicas de Psique y pidió al viento Céfiro que acercara a las hermanas al palacio. Éstas, ante la visión de tanto lujo y belleza, ardieron de celos y envidia ante la buena fortuna que había tocado a su hermana. Secretamente, cada una de ellas comenzó a desmerecer lo que a ellas mismas les había tocado en suerte, sus ancianos maridos, sus mezquinas riquezas. Se fueron del palacio planeando cómo castigar a su hermana y en su retorno, la convencieron de que su marido era una enorme y monstruosa serpiente que esperaba al acecho para devorarla. Le sugirieron un detallado plan de acción, que se basaba en esperar que el sueño venciera a su marido para luego acercarse a él con una lámpara y un puñal y cortar su cabeza de serpiente.
Le contó que él mismo desobedeció las órdenes de su propia madre al enamorarse de ella, pero que ya todo estaba arruinado. Y así desplegó sus alas y se fue.
Esa misma noche, Psique esperó a que su marido se durmiera junto a ella y encendió su lámpara para observarlo. A quien vio fue al más hermoso de los dioses, el mismísimo Eros. El cuchillo cayó de sus manos y mientras observaba extasiada esa imagen gloriosa, una gota de aceite proveniente de la lámpara cayó en el hombro de Eros. Éste despertó y librándose del abrazo y los lamentos de Psique, expresó su decepción por la traición de Psique a su amor. Le contó que él mismo desobedeció las órdenes de su propia madre al enamorarse de ella, pero que ya todo estaba arruinado. Y así desplegó sus alas y se fue.
Psique comienza entonces una búsqueda desesperada por encontrar a Eros que culmina en su llegada al templo de Afrodita. Ésta, llena de ira y deseos de venganza, rasga las vestiduras de Psique y le encomienda tareas imposibles como clasificar miríadas de semillas distintas. Psique recibe ayuda de distintos dioses y fuerzas de la naturaleza que hacen posible que complete estos desafíos. Afrodita entonces inventa un nuevo castigo para Psique: ella debería internarse en mundo subterráneo en busca de Perséfone, reina de los infiernos, para rogarle que le diera un poco de su belleza dentro de un cofre. Sorteando varias dificultades, Psique cumple con la tarea y comienza su viaje de vuelta hacia la luz. En el camino, cae presa nuevamente de la curiosidad. Atraída por el deseo de agradarle más a su amado adornándose de belleza divina, abre el cofre e inmediatamente cae en un sueño mórbido.
Mientras tanto Eros, recién recuperado de su herida, sale en búsqueda de su amada esposa para despertarla de su sueño. Luego se dirige a visitar a Zeus para rogar al Dios que tuviera compasión de Psique y la hiciera inmortal para que pudiera vivir con él en los cielos. Zeus se compadeció de Eros y apaciguó a Afrodita diciéndole que éste sería un casamiento digno de su hijo. Así es que ordenó el casamiento de Eros y Psique, que duraría para siempre.
Según Apuleyo, la hija nacida de ambos llevaría el nombre “Hedoné”, que significa Placer. 

NETGRAFÍA:
Eros y Psique


La Historia de Hércules

Un día Zeus, el padre omnipotente de los dioses, compadecido ante los males que atormentaban a los infortunados mortales, dijo luego de reflexionar:
—Voy a engendrar, para ventura de los hombres y de los dioses, a un héroe magnífico, inigualado. Él será el protector de todos frente a los peligros que continuamente los amenazan. Su fuerza excepcional y sus heroicas virtudes serán la salvaguardia del mundo.
Dicho esto, descendió Zeus una noche a la ciudad de Tebas. Allí, en magnífico palacio, habitaba la reina Alcmena, que descollaba entre todas las mujeres fértiles por la belleza de sus ojos y la nobleza de su elevada estatura. Su esposo, el rey Anfitrión, se encontraba ausente debido a la guerra. Entonces Zeus, para lograr acercarse a Alcmena sin despertar sospechas, tomó los rasgos del propio Anfitrión y como tal se presentó ante el portero de palacio. Los criados, convencidos de que veían nuevamente a su amo, acudieron a recibirlo a toda prisa, lo rodearon y sin demora le allanaron el camino hacia las habitaciones de su real esposa. Y en el abrazo de esa misma noche la reina Alcmena concibió del soberano del Olimpo, y sin haberlo reconocido, a quien sería el poderoso Hércules.
Pero desde el instante mismo de su nacimiento, el futuro héroe atrajo sobre sí el odio de Hera, la esposa de Zeus. En efecto, apenas el niño hubo salido de las entrañas de su madre, la reina de los dioses, aprovechando las tinieblas de una noche especialmente oscura, envió al palacio de Alcmena a dos feroces serpientes. Todo el mundo se hallaba, al igual que el niño, sumido en un profundo sueño. Penetraron los reptiles en silencio por la puerta abierta de la habitación y deslizaron sus formas horribles y sinuosas, a la luz del fuego de sus propios ojos, hasta llegar al escudo que servía de cuna al divino infante. Los dos monstruos, silbando, se disponían a clavar sus colmillos envenenados en el rostro del niño para luego ahogarlo con sus anillos. Pero este, despertándose de pronto, atrapó con sus manos a las dos espantosas serpientes, y con tal fuerza apretó las gargantas henchidas de veneno, que las estranguló a ambas a la vez.
Esa fue la primera hazaña de este héroe extraordinario. Considerado hijo de Anfitrión, crecía día a día el vástago de Zeus y de Alcmena, gracias a los cuidados amorosos de su madre, como un hermoso árbol que se yergue saludable en medio del huerto florido. También Zeus, como un padre cuidadoso, velaba por él desde la cumbre del sagrado monte Olimpo. Un día el padre de los dioses se propuso otorgarle a este hijo el don de la inmortalidad y el vigor sin límite propio de los dioses. Para ello tuvo la idea de obligar a una gran diosa a amamantarlo y con tal fin envió a Hermes, mensajero del Olimpo, a buscar a la criatura. Cuando volvió con ella el dios alado, Zeus tomó al niño y lo acercó sigilosamente a los pechos de la propia Hera, que en aquel momento dormía. El recién nacido prendió su boca a los blancos pechos de la diosa y mamó abundantemente. Una vez saciado, se volvió y sonrió a su padre. Pero había sorbido y chupado con tal fuerza, que la leche de Hera continuó fluyendo: las blancas gotas que salpicaron la superficie del cielo dieron lugar a la Vía Láctea, y las que descendieron hasta la tierra dieron origen a los grandes lirios.
Cuando sus años lo aconsejaron, su madre Alcmena se preocupó de proporcionarle una educación esmerada y completa. Lino, hijo del hermoso Apolo, le enseñó la ciencia de las letras; Eumolpo lo adiestró en el arte de modular la voz y de cantar paseando los dedos por las cuerdas sonoras de la armoniosa lira; Eurito, en fin, le enseñó el arte de tender hábilmente el arco y de dar en el blanco con una flecha certera. Pero fue durante tan magnífica educación que el poderoso Hércules, cuyo ánimo era intrépido y generoso, pero irascible en ocasiones, se hizo por primera vez culpable de una muerte involuntaria. Un día Lino, su maestro de letras, decidió poner a prueba la sabiduría de su joven discípulo y lo conminó a escoger, entre un conjunto de volúmenes, aquel libro que prefiriese. Hércules era un notable glotón desde su nacimiento, un gran comedor —tan voraz llegaría a ser su apetito que, ya mayor, habría de engullir sin arrugarse bueyes enteros—, y por tanto eligió sin demora un tratado cuyo título era El perfecto cocinero. Irritado por semejante elección, Lino criticó ácidamente la desmedida voracidad que atormentaba a su discípulo y llegó incluso a amenazarlo, alzando su mano por lo que consideraba una conducta grosera e indigna del futuro héroe.
Hércules, sintiéndose agredido y creyendo actuar en legítima defensa, y presa a la vez de una cólera tan súbita y violenta como incontrolable, tomó una cítara —el primer objeto que vio a mano— y rompió el instrumento en la cabeza de su maestro, causándole una muerte instantánea. Para castigarlo por semejante crimen, Anfitrión envió a Hércules a vivir entre los pastores que guardaban sus numerosos rebaños en lo alto de las montañas. Allí, los continuos ejercicios de la caza desarrollaron su cuerpo adolescente y les confirieron a sus flexibles miembros una fuerza aún más prodigiosa. Es así como, con tan sólo dieciocho años de edad, Hércules mató con sus propias manos a un león que asolaba la comarca.
Al volver de su gloriosa cacería, Hércules se encontró con los heraldos que, procedentes de Orcómenes, venían a reclamar de los tebanos un tributo de cien bueyes, instituido como reparación por un antiguo delito. Sin vacilar, los atacó el hijo de Alcmena. Les cortó la nariz y las orejas, les ató las manos a la espalda y los envió de vuelta a su país, no sin antes decirles que ese era el pago del tributo. Ergino, rey de Orcómenes, al enterarse de lo sucedido, armó un ejército y marchó contra Tebas. Pero Hércules, vistiendo la armadura que le regalara la diosa Atenea, se puso a la cabeza del ardoroso grupo de guerreros tebanos y, desviando el curso de un río, ahogó en una llanura a la caballería enemiga, y luego persiguió a Ergino hasta matarlo a flechazos.
LOS DOCE TRABAJOS
Para recompensar al autor de tan importante victoria, el rey de Tebas concedió al héroe la mano de su propia hija, Megara. De esta unión nacieron muchos hijos, pero todos habrían de morir antes de tiempo, a manos de su propio padre. En efecto, en un acceso de locura, el desdichado Hércules mató a sus propios hijos, juntamente con la madre, asaeteándolos sin piedad con sus ya célebres flechas. Tras haberse manchado con la sangre de sus hijos, Hércules se arrepintió amargamente del crimen y marchó a Delfos para consultar al oráculo de Apolo de qué manera le sería posible purificarse de tan horrendo delito. El oráculo le ordenó que se dirigiera a la ciudad de Tirinto y allí se sometiera durante doce años al servicio del rey Euristeo. Hércules obedeció.
Pero cuando Euristeo, un príncipe débil y pusilánime, vio frente a sí a ese héroe magnífico, tembló ante la sola idea de que un día el valeroso semidiós le arrebatara el trono. Para deshacerse de tan importuno advenedizo, y con la secreta esperanza de que Hércules no tardaría en sucumbir, Euristeo impuso al intrépido hijo de Alcmena, una tras otra, las tareas más difíciles que se pudiera concebir. Pero Hércules salió vencedor de todas las pruebas, y las altas gestas que llevó a cabo en aquel período —y que narramos a continuación— son lo que se ha llamado los “Doce trabajos de Hércules”:
Antes que nada, Euristeo solicitó al héroe que le trajese la piel del león de Nemea. Esta terrible fiera causaba espanto entre los habitantes de los bosques y valles de la Argólide. Tan estruendosos eran sus rugidos que, cuando llegaban a oídos de los labriegos y pastores, éstos se encerraban en sus casas y se agazapaban, pálidos de terror, en los rincones más ocultos. Pero Hércules, asió con una mano el arco y el carcaj repleto de flechas, y con la otra blandió la nudosa maza y, sin vacilación, fue al encuentro de aquel temible devorador de rebaños.
Apenas lo vio, disparó contra él, una tras otra, todas sus flechas mortales. Pero el enorme animal parecía invulnerable, pues su piel era tan dura que el agudo hierro no le hacía apenas un rasguño, y las flechas caían blandamente sobre la hierba, o bien rebotaban en el duro suelo. Furioso ante el fracaso de su primer ataque, Hércules agitó su pesada maza y, dando un alarido, se fue en persecución de la fiera. El león, atemorizado, se refugió en una caverna que tenía dos entradas. El hijo de Alcmena tapó una y penetró por la otra.
El monstruo entonces, con la melena erizada y rugientes las fauces, se aprestó al asalto. Hércules, envuelto en su rojo manto, se defendió disparando con una mano su flecha más filosa y, levantando con la otra la terrible maza, la descargó contra el broncíneo cráneo de la indomable fiera.
Fue tan violento el golpe que la maza se partió en dos pedazos. El león, aturdido, se tambaleaba. Tirando entonces las armas a un lado, Hércules se enzarzó en una peligrosa lucha cuerpo a cuerpo con la fiera. Con sus musculosos brazos enlazó el cuello del león, apretándolo con tal fuerza contra su amplio pecho que logró arrancarle la vida. Cuando lo hubo ahogado, Hércules desolló al animal y se cubrió con su piel leonada, como una coraza impenetrable al bronce y al hierro.
El segundo trabajo impuesto a Hércules por el asombrado Euristeo consistió en matar a la hidra de Lerna. Este enorme dragón, cuyo cuerpo de reptil ostentaba nueve incansables cabezas, moraba en la fangosa y emponzoñada laguna de Lerna. Cada vez que salía de su madriguera, la hidra devastaba la campiña y devoraba las reses. Su repugnante aliento estaba envenenado y cualquiera que tuviese la desgracia de respirarlo no tardaba en morir.
En la lucha contra este azote de la campiña de Argos, Hércules contó con la ayuda de su fiel compañero Yolao. Este fue el auriga que en esta expedición condujo con mano segura el carro del héroe. Llegados ambos a las márgenes de la laguna de Lerna, Hércules disparó entre los cañaverales una nube de flechas, con el propósito de obligar a la hidra a salir de su guarida. Luego, cuando por fin el monstruo se dejó ver, erguidas todas sus sibilantes cabezas, el héroe se aproximó y a mazazos intentó aplastarlas; pero de la sangre de cada cabeza magullada renacían otras dos, y de ese modo la lucha se hacía interminable. Entonces, Hércules apeló a Yolao. Este celoso servidor prendió enseguida fuego a un bosque conti¬guo y, armándose de teas, fue quemando cada una de las cabezas que renacían, impidiendo así que se desarrollaran. Cuando ya la hidra no tuvo más que una sola cabeza, Hércules la cortó de un solo mandoble de su espada y la sepultó bajo un peñasco. El monstruo no era ya sino un inmenso cadáver. Antes de marcharse, el hijo de Alcmena empapó sus flechas en la ponzoñosa sangre de la terrible bestia, y así dispuso de ahí en adelante de flechas envenenadas.
Euristeo ordenó enseguida a Hércules que le trajese viva a la cierva del monte Gerineo. Esta prodigiosa cierva, consagrada a la diosa Artemisa, tenía cuernos de oro y pies de bronce. Nadie había podido jamás alcanzarla, por ser infatigable y velocísima en la carrera. Hércules tuvo que perseguirla durante un año entero. Arrastrando al cazador tras ella, la cierva llegó de una sola vez hasta la comarca de los Hiperbóreos. Allí el animal, fatigado, volvió sobre sus pasos y anduvo en sentido inverso el camino antes recorrido. En un momento de su carrera, titubeó la cierva ante un río crecido por las lluvias, sin decidirse a vadearlo. Hércules ganó terreno entonces y se abalanzó sobre ella. Cogiéndola por los cuernos, se la cargó viva a la espalda y volvió a Tirinto para entregarla a Euristeo.
Apenas hubo regresado Hércules al palacio de su señor, recibió la orden de ir esta vez al encuentro del jabalí de Erimanto. Debía capturar y traer viva también a esta terrible alimaña, que sólo abandonaba su cubil para sembrar la ruina y la desolación en los hermosos campos de la idílica comarca de Arcadia. El héroe se puso en camino, armado, como de costumbre, con su maza y sus flechas. Tras dar una batida por toda la maleza y habiendo escrutado innumerables sotos donde podía merodear el jabalí, Hércules llegó a descubrir al salvaje animal. Le dio entonces despiadada cacería, persiguiéndolo sin descanso por altas montañas cubiertas de nieve, hasta cansarlo y obligarlo, por fin exhausto, a guarecerse, jadeante, en un estrecho desfiladero sin salida. Hércules dio muerte al jabalí y volvió, trayéndolo sobre su robusta espalda. En las márgenes de un lago llamado Estinfalo, en medio de una marisma cubierta de zarzales y maleza, vivían unos pájaros monstruosos que, temidos por los mismos lobos, se alimentaban de carne humana. Estos hijos de Ares, el dios feroz de la guerra, tenían el pico, las garras y las alas de durísimo bronce. Sus plumas eran como dardos de acero y les servían para matar a los caminantes desprevenidos, para luego devorar sus restos. Hércules tomó sobre sí la misión de ahuyentar de aquellos marjales a esa bandada voraz que, además de aniquilar a hombres y rebaños, devastaba los jardines y ensuciaba las cosechas. Para obligarlos a abandonar su inexpugnable refugio, el héroe magnífico utilizó el sonido ensordecedor de sus címbalos. Apostado en una montaña contigua, armó con estos instrumentos tal estrépito que los pájaros salieron volando y pudo así el hábil y valeroso arquero abatirlos y exterminarlos.
El sexto trabajo que Euristeo asignó al valeroso hijo de Alcmena fue la lucha contra el toro de Creta. Hércules no debía matarlo, sino acosarlo, atraparlo y llevarlo vivo a Micenas. Minos, rey de Creta, había prometido un día consagrar al dios de los mares, Poseidón, lo que este mismo dios hiciera surgir de las olas. Poseidón hizo emerger un toro tan bello que Minos, negándose a sacrificarlo, creyó cumplir su voto eligiendo en sustitución otra víctima de menos valor. Irritado Poseidón por semejante deslealtad, enfureció al animal, con lo que éste llegó a convertirse en el verdadero terror del país.
Hércules, cumpliendo las órdenes de su amo, desembarcó en Creta. En cuanto vio al toro, se arrojó sobre él, lo tomó por los cuernos y lo obligó a doblar los corvejones y luego, sujetándolo con una fuerte red, se lo echó a la espalda y lo llevó a través del mar hasta depositarlo a los pies de Euristeo.
A continuación, Euristeo le impuso a Hércules la repugnante tarea de limpiar en un solo día los establos de Augías, rey de la Élide. Este príncipe poseía innumerables rebaños. Treinta años hacía que no se limpiaban sus establos, en los que se aglomeraban más de tres mil bueyes, y así se extendía por los alrededores el nauseabundo olor del estiércol allí amontonado. Para llevar a cabo esta tarea, Hércules abrió un boquete en el muro del establo, desvió luego el curso del río Alfeo e hizo pasar el torrente de sus ondas alborotadas y cristalinas a través de las cuadras, arrastrando la suciedad.
Diomedes, hijo del cruel Ares, reinaba sobre un pueblo de salvajes. Poseía un rebaño de yeguas que vomitaban fuego y llamas por las fauces, y a las cuales daba como pasto a los desdichados extranjeros que la tempestad arrojaba como náufragos a sus playas. Hércules, encargado por Euristeo de llevar esas yeguas a Micenas, se embarcó con algunos amigos, arribó a Tracia y se encaminó a las cuadras de Diomedes. Allí, luego de derribar a los criados que cuidaban de la caballeriza, el hijo de Alcmena cogió a Diomedes y lo echó en los pesebres de bronce para que sirviera de alimento a sus propias yeguas carnívoras, suplicio igual al que hiciera sufrir a tantos numerosos náufragos. En cuanto devoraron las carnes de su amo, Hércules desató a los caballos y los condujo al palacio de Euristeo.
Admeta, la hija de Euristeo, codiciaba el magnífico y soberbio cinturón que poseía Hipólita, la reina de las amazonas. Estas eran mujeres guerreras que combatían a caballo, disparando el arco o blandiendo un hacha, y que vivían, según se dice, en las lejanas costas del mar Negro, constituyendo un pueblo sin hombres. El príncipe, para complacer a su hija, encargó a Hércules que fuese a buscarlo. Cuando el héroe, con numerosa compañía, llegó al país de las amazonas, Hipólita, su hermosa reina, lo recibió al principio muy bondadosamente y prometió entregarle su cinturón. Pero la eterna enemiga de Hércules, Hera, la diosa del trono de oro, se disfrazó de amazona y suscitó la indignación de aquellas vírgenes guerreras, diciéndoles que Hércules venía con la misión de secuestrar a su amada reina. Una lucha terrible se desató en contra del visitante y un gran número de amazonas halló la muerte en la refriega. La propia reina murió a manos de Hércules y el héroe pudo así quitarle sin dificultades el precioso cinturón para ofrecérselo a Admeta, la hija de su despótico señor.
Como décima prueba, Euristeo exigió que Hércules le trajese los toros rojos de Gerión. Este gigante colosal, cuyos enormes flancos se ramificaban en tres cuerpos, habitaba en una isla del remoto Occidente y era dueño de un rebaño de toros rojos, que custodiaban un monstruoso boyero y un perro de tres cabezas. Para obedecer la nueva orden, Hércules partió hacia la región donde el sol se pone, bordeando la costa africana. Llegó al estrecho que separa a Europa de África y erigió allí dos columnas, una en el extremo de cada continente, para conmemorar su paso. Se las llamó después las Columnas de Hércules.
Como el Sol, demasiado ardiente, molestaba a Hércules, el héroe tendió su arco y disparó contra él dos flechas. Asombrado el Sol ante esta audacia, se dispuso a apaciguar al valiente hijo de Alcmena. Para facilitarle la continuación de su viaje, le prestó la amplia copa de oro que, cuando él desciende del cielo, lo transporta a través del océano y de la noche hasta la ribera desde donde remonta otra vez al cielo para comenzar de nuevo a iluminar al mundo. Hércules se embarcó en esta copa y llegó sin dificultad al término de su viaje. Ya en tierra, el hijo de Alcmena pasó la noche en la cima de una montaña para acechar el apetecido ganado, pero el perro vigilante que defendía a los rojos toros lo olfateó y, ladrando, se abalanzó contra él para devorarlo. El héroe lo mató de un mazazo. El boyero, que acudió de inmediato, sufrió la misma suerte. En fin, después de rematar a flechazos al formidable Gerión, Hércules volvió a embarcarse, con todo el rebaño, en la amplia copa que sirve de navío al Sol.
Para llegar a su punto de partida, Hércules atravesó múltiples comarcas. Cuando llegó a orillas del Ródano, se vio atacado por los habitantes que poblaban aquellas riberas, envidiosos de la belleza de sus bueyes. Fueron allí tan resueltos y numerosos sus enemigos, que el héroe tuvo necesidad de agotar las flechas de su aljaba y fue incluso herido gravemente, viéndose en una situación muy apurada. Imploró entonces el socorro de su padre y Zeus hizo llover sobre los agresores de su hijo una granizada de piedras. Desde ese día, la vasta planicie quedó cubierta de pedruscos y se afirma que es ese el origen de los guijarros de la Crau.
Abandonando la Galia, Hércules atravesó Italia, Iliria y Tracia. Pero cuando ya creía haber alcanzado el fin de sus penurias, un tábano enviado por Hera enloqueció al ganado rojo y lo dispersó por las altas montañas. El hijo de Alcmena logró trabajosamente reunir la mayor parte, pero aquellos toros que no pudo recuperar y llevar a Micenas permanecieron en los bosques y se hicieron salvajes.
No bien regresó Hércules de tan peligrosa expedición, recibió de nuevo el encargo de dirigirse hacia los parajes contiguos al punto donde desaparece el sol. Esta vez debía coger, para traerlas a Micenas, las manzanas de oro del jardín de las hespérides. Eran éstas hijas de la estrella de la tarde y habitaban, en efecto, un parque maravilloso, cuyos árboles estaban en todas las estaciones cargados de frutos dorados. Dócil al mandato recibido, Hércules tomó una vez más el camino de Occidente, pero no sabía dónde encontrar la misteriosa morada de las hijas de la tarde. Después de vagar por un largo tiempo, llegó cierto día a las márgenes del Erídano.
Allí, unas graciosas ninfas le aconsejaron que fuese a ver a Nereo, el viejo profeta de los mares, conocedor de tales secretos. Hércules atendió al consejo y, cuando encontró a Nereo dormido en la margen de las aguas, lo encadenó y lo forzó a revelarle el refugio en que se ocultaban las bellas hespérides. Para espantar a Hércules, Nereo se transformó sucesivamente en león, en serpiente, en llamas, pero nada logró amedrentar al héroe. El hijo de Alcmena no soltó su presa sin antes tener la causa ganada. Cuando ya supo adonde tenía que dirigirse, pasó a África, llegó hasta los confines del mundo occidental y logró ver las áureas puertas del jardín afortunado. Allí, no lejos de las armoniosas hespérides, desterrado por dura ley en la extremidad de la tierra, un formidable gigante llamado Atlas sostiene sobre su cabeza y con sus manos infatigables la bóveda inmensa del cielo.
Ahora bien: puesto que un dragón de color encendido guardaba la entrada del parque y a nadie permitía franquear las temibles puertas, Hércules preguntó a Atlas cómo podría apoderarse de las manzanas doradas. El sostenedor del cielo se ofreció a ir él mismo a recogerlas, siempre que durante ese tiempo el héroe se aviniese a aguantar sobre su sólida espalda el peso y el equilibrio del firmamento. El hijo de Alcmena aceptó y, mientras Atlas se ocupaba de arrancar de los manzanos los frutos dorados, Hércules sostuvo sobre sí todo el peso de la bóveda celeste. Al volver el gigante, manifestó que deseaba llevar personalmente el preciado botín a Micenas. Hércules fingió estar de acuerdo con la idea del pérfido Atlas.
—Me parece muy bien que tú lleves personalmente a Euristeo las manzanas de oro. Pero antes de partir sujeta de nuevo un momento el cielo sobre tus hombros, pues yo tengo que hacerme un rodete que proteja mi cabeza y amortigüe el peso de tan enorme carga.
Atlas, confiando, cayó en la trampa y se echó de nuevo el cielo sobre sus hombros. Hércules, ya libre, tomó las manzanas y se las llevó sin perder más tiempo a su amo Euristeo.
Por fin, y como última prueba, Euristeo ordenó a Hércules que bajara a los infiernos y le trajera a Cerbero, el can que montaba guardia en las puertas subterráneas. Descendió, pues, acompañado de Hermes, al abismo donde habitan los muertos. Atravesó grandes ríos de fuego y torrentes de cieno. Luego, cuando llegó a los pies del inflexible Hades, expuso al soberano de los infiernos el propósito de su viaje. Hades le permitió subir al feroz perro Cerbero a la luz del día, pero con la condición de adueñarse del terrible guardián sin utilizar arma alguna. El Cerbero era un perro con tres cabezas, cuyos flancos se estrechaban hasta formar una cola de dragón. Su voz, similar a la del sonoro bronce, estremecía a todo aquél que osara aproximársele. Hércules, desprovisto de armas y vestido tan sólo con su piel de león a modo de coraza, se presentó ante el monstruo. Este lo recibió dando pavorosos aullidos y abriendo sus horribles fauces. El héroe lo agarró por el cuello, precisamente por el punto donde nacían las tres cabezas y, aunque sufrió en los brazos sus mordeduras, lo apretó tan fuertemente que el perro, sintiéndose ahogado, se resignó a seguirlo. Hércules entonces encadenó al feroz animal, lo sacó del abismo y fue a mostrárselo a su amo Euristeo. Aterrorizado, el príncipe ordenó que aquel monstruo de espantosos e incesantes ladridos fuese devuelto sin tardanza a las sombras del infierno.
Después de haber empleado ocho años y un mes en la ejecución de los doce trabajos que le impuso Euristeo, Hércules fue liberado de aquella servidumbre. Entonces este ilustre guerrero se lanzó de nuevo a recorrer el mundo, no para combatir a monstruos esta vez, sino para luchar contra la injusticia de los hombres. Por donde iba castigaba a los bandidos y prestaba el apoyo generoso y siempre triunfante de su brazo a los pueblos humillados por la maldad de sus vecinos.

NETGRAFÍA:
HERCULES
El puente del  Diablo

Hace varios años, se encontraba un campesino en una zona bastante solitaria, dedicado a cultivar maíz. Una vez, tomó la decisión de sembrar su maíz del otro lado del río que quedaba en su terreno, muy cerca de su casa. Para llegar allá, tenía que cruzar por el, pues no había otra forma de llegar. El problema era que el río era bastante profundo.
Un día, ya muy casando de cruzar el profundo río con mucha dificultad dijo inocentemente: "Con tal de que hiciera un puente en este río, le vendería mi alma al diablo."

Inmediatamente apareció un hombre con saco y corbata, que le dijo: "Con gusto haré el puente que tanto necesitas. Si lo termino antes de que cante el primer gallo, tu alma será mía, sino me iré sin llevarme tu alma."

Cerraron el trato y el diablo comenzó a construir el puente. El hombre permanecía muy nervioso de que se fuera a llevar su alma, pues construían el puente bastante rápido. Cada día se le veía mas preocupado, y su esposa empezó a notarlo. Sin embargo, el no lo decía nada para no preocuparla, pero llegó hasta un punto tal de desesperación, que se decidió por contarle.

La esposa entonces le dijo: "No te preocupes por nada, solo acuestate y deja todo en mis manos. ¡El diablo no se llevará tu alma!".

Se puso entonces la mujer a vigilar a los constructores del puente, y cuando se dio cuenta que estaba cerca de terminarlo, comenzó a pisotear con las piernas y cantar como un gallo. Esto causo que las gallinas se despertaran y comenzaran a cacarear. El diablo desapareció y el puente quedó sin terminar. Su alma se salvó.

Muchas personas ha intentando terminar el puente, pero cada vez que ponían un ladrillo o construían algo se caía. Según se dice, solo el diablopuede terminarla, pero a cambio del alma de alguna persona.

NETGRAFÍA:




                                   
EL PUNGARA URCCO: LA CASA DEL 

DIABLO  


Mucho antes de que los jesuitas llegaran a Loreto y Archidona, un puńado de indígenas quichuas vivía ya en las faldas del cerro Pungara Urco (cerro de brea), hoy comunidad de San Pedro al Oriente del actual centro poblado de Muyuna. En esos días cuatro nińos desaparecieron en el río, por más que los buscaron no encontraron ninguna huella, así pasaron varios meses, hasta que dos mujeres que salieron en busca de agua no retornaron jamás.

Muy preocupados por estas desapariciones, se reunieron los moradores del lugar para consultar a sus guias espitiruales, los brujos. El más anciano, pero también el más famoso de ellos, vivía en las faldas del chiuta. Junto con él hicieron los ayunos rituales tres brujos más, durante cuatro días bebieron esencia de ayahuasca y guando y al final estuvieron de acuerdo en afirmar, que aquel peligroso lugar donde ocurrieron las desapariciones, estaba asentado sobre un antiguo cementerio y que los supais (diablos) eran dueńos de ese territorio porque algunas almas les pertenecían.

Los bancos (poderosos brujos) dijeron que para alejar a los espíritus era necesario emplear algunas hierbas ceremoniales y mucho ayuno, pero que además tenían que cancelar el precio estipulado y este consistía en cuatro guanganas (sajinos) y cuatro canoas llenas de pescado ahumado. Efectuado el pago los brujos se dedicaron a la tarea de exorcizar aquel siniestro lugar; por las tardes, uno de ellos, el que estaba de turno, acompańaba a las mujeres y a los nińos hasta el río y les mostraba las piedras negras, donde vivían los diablos.

Una noche especialmente oscura y lluviosa, los cuatro brujos se dirigieron al playón del río; llevaban consigo ollas, hierbas y algunos maitos, de los que ellos nunca dejaron ver su contenido. Nadie pudo asistir a la ceremonia de exorcismo, pero se escucharon con toda claridad insultos, gritos, maldiciones y silbidos. Luego vino la lluvia fuerte, copiosa y persistente. Se incrementó el caudal de las aguas del río y los animales que viven en sus riveras enmudecieron. Al día siguiente los brujos agotados pero satisfechos, informaron que habían expulsado a los diablos y que estos se habían refugiado en el cerro de Pungara Urco; recomendaron no bańarse en el río cuando sus aguas crecieran, no lavar la ropa en el río pasadas las 6 de la tarde y no pescar carachamas durante la noche. Después de haber dicho esto, les brindaron chicha de chonta y pescado ahumado y cada quien se fue para su comunidad.

Pasó el tiempo y cuando la normalidad parecía haber sentado sus reales en la comuna, una hermosa tarde de sol y bulliciosos pericos, una hermosa y lustrosa guatusa llegó a una chacra, el dueńo de la misma un joven cazador, las siguió sigilosamente hasta el cerro del Pungara Urco y no volvió más. Sus amigos y familiares angustiados lo fueron a buscar, encontraron varios senderos misteriosos y escucharon silbidos escalofriantes, que los invitaban a perderse en la selva; la gente temerosa tuvo que regresar y del cazador no se supo nada más.

En las noches de luna llena, casi al filo de la medianoche, quienes por desgracia se aventuran a pasar cerca del cerro de Pungara Urco, o se atreven a caminar a través de él, escuchan espantados gritos desgarradores, seguidos de una risa diabólica, que se alarga insistentemente como un eco. Y son pocos los que han podido escapar a este reclamo. A veces por los potreros o chacras de la comunidad de San Pedro, asoman venados, guatusas, sajinos y pavas del monte. Ya nadie los persigue, ni se deja engańar. Estos animales son los diablos, que buscan tentar a los hombres para atraerlos al centro del Pungara Urco y no dejarlos regresar jamás. 


NETGRAFÍA:La casa del diablo

Hades



Hades era el dios de la muerte, que regía el reino de los muertos. Este dios sombrío y oscuro era hijo de los titanes Cronos y Rea, y como sus hermanos Zeus y Poseidón, que tenían el poder sobre el cielo y los mares, él lo tenía en el mundo que no se veía y que recibió el nombre de Hades.
El mundo de los muertos de los griegos se representaba como un reino bajo la tierra, aunque según algunas fuentes se encontraba en la zona más alejada de Occidente, en el confín del mundo. Tras la muerte, las almas de los muertos llevaban una existencia apesadumbrada e incómoda como espíritus o sombras no corpóreas. Primero llegaban hasta el límite de este reino con Hermes, el mensajero de los dioses, en su tarea de Hermes Psychopompos -«guía de las almas»- (ver Hermes).
Tras ello, Charon (Caronte) se encargaba de llevarlos en su bote a través de las aguas de la laguna Estigia, que separaba el mundo de los muertos del de los vivos. El barquero sólo hacía su trabajo si recibía a cambio una moneda llamada óbolo. Cual­quier muerto que no hubiese sido enterrado con el óbolo en sus labios vagaría por la tierra sin descanso (ver Charon).
A su llegada, los muertos se sometían al juicio de tres personajes: Minos y Radamantis, antiguos reyes de Creta, y Eaco, antiguo rey de Egina. Después de esto la mayoría de los muertos quedaban despo­seídos de su cuerpo, su sangre y sus emociones, sin conciencia humana en este nuevo lugar para ellos. Una vez que habían bebido el agua del pozo de Letos, que significa «olvido», perdían la memoria de su existencia terrenal. Aunque la existencia en este mundo no fuese una tortura, se trataba de una estancia tediosa, como atestiguó Aquiles al asegurarle a Odiseo, tras su visita al Averno, que prefería ser sirviente en una casa pobre antes que ser rey de todas las almas del mundo de los muertos.
Había excepciones a la hora de vivir junto a Hades. Aquellos que se hubiesen distinguido por sus virtudes y su justicia podían vivir en una especie de paraíso que se llamaba Elíseo o Campos Elíseos. Se trataba de un privilegio para unos pocos. Según Homero, Menelao, esposo de Helena pudo permanecer allí tras su muerte.
El Tártaro era lo más parecido al Infierno y estaba en la zona más oscura y profunda del Hades. Allí quedaron confinados los titanes y aquellos que habían cometido crímenes horrendos, como el gigante Titio, que había matado a Leto (ver Leto), Tántalo, que debía sufrir la sed y el hambre eternos viendo cómo caían a su alrededor manjares exquisitos (de ahí «la tortura de Tántalo», ver Tántalo), Sísifo, que debía hacer rodar una roca hacia lo alto de una colina para empezar inmediatamente des­pués de que se cayese («el trabajo de Sísifo», ver Sísifo), Ixion, que se encontraba atado a una rueda giratoria (ver Ixióny las Danaides, Las, las 50 hijas del rey Danao, condenadas a llenar cubos de agua sin fondo por haber matado a sus maridos en la noche de bodas).
No había escape posible del Averno, y cualquiera que intentase huir se convertía en presa del terrible perro de tres cabezas Cerbero. Sólo unos pocos mortales pudieron visitar el Averno, siempre para hacer algún trabajo o por motivos especiales. Heracles tuvo que cargar con Cerbero como parte de sus Doce Trabajos e incluso se dice que rescató a Alcestis. Orfeo fue a buscar a su amor, Eurídice (ver Orpheus), y Odiseo a consultar su futuro al vidente Tiresias (ver Odiseo y Tiresias). Eneas acudió a hablar con el alma de su padre (ver Aeneas) y Psique a coger el ungüento que había preparado Perséfone, esposa de Hades. Teseo y Prithous (Pritio) intentaron rescatar a esta última del Averno, pero quedaron atrapados en las cadenas del olvido de Hades.
Pese a que el dios del Averno no tenía fama de ser especialmente cruel o malvado, la superstición hacía que nadie se atreviese a decir su nombre, que significaba «el invisible», pues los cíclopes le habían hecho un casco que le permitía ocultarse. Los griegos preferían llamarle Pluto, que significa «el rico», epíteto que hace referencia a los múltiples recursos minerales que esconde la tierra. Los romanos le llamaron Dis para mantener ese significado. Había muchas otras descripciones eufemísticas para el dios de la muerte como «el buen consejero» y «el hospitalario».
Hades estaba casado con la joven Perséfone, hija de su hermano Zeus y de su hermana Deméter, diosa de la agricultura. Zeus se la había prometido como esposa sin el conocimiento de la madre. Cuando la muchacha fue raptada mientras recogía flores en Sicilia, su grito se oyó en todos los lugares, pero su madre no pudo hacer nada para que no se la llevase al reino de la oscuridad.
Deméter hizo cuanto pudo para recuperar a su hija, pero Hades no estaba dispuesto a ceder, sin importarle su desconsuelo. Una antigua norma indicaba que cualquiera que comiese en el Averno nun­ca podría salir de él. Hades convenció a Perséfone para que ingiriese unas semillas de granada y así quedar atrapada. Finalmente, Zeus decidió que la joven debería pasar parte del año con su madre y parte del año con su esposo. Con este mito explicaron los griegos la sucesión de las estaciones. Mientras estaba con su madre la tierra producía cosechas dado el buen hu­mor que le producía, pero cuando estaba con Hades, el llanto de Deméter sumía a la tierra en la desolación. Hades y Perséfone nunca tuvieron descendencia, (ver Deméter y Perséfone).

Iris



En algunas fuentes, esta diosa aparece como hija del titán Taumante y de Electra, una oceánida, y en otras se afirma que su madre fue Hera, ya que ejercía las funciones de mensajera de la principal diosa del Olimpo. Es la personificación del arco iris que anuncia el pacto de los humanos y los dioses y el fin de la tormenta; al igual que Hermes. Está casada con Céfiro, dios del viento del oeste.
Iris era capaz de viajar a la velocidad del viento, pudiendo atravesar todas las regiones del mundo, además de las profundidades marinas y los mundos subterráneos. Siempre estaba en contacto con Hera, independientemente del lugar donde se encontrara.

Se representa a Iris como una joven virgen con alas doradas, apresurándose con la velocidad del viento de un extremo a otro del mundo, a las profundidades del mar y al inframundo. Es la mensajera especialmente de Hera, y está relacionada con Hermes, cuyo caduceo o vara lleva a menudo. Por orden de Zeus, lleva un jarro con agua del Estigia, con la que hace dormir a todos los que perjuran. Sus atributos son el caduceo y un jarrón. También es representada suministrando a las nubes el agua que necesitan para inundar el mundo.










No hay comentarios:

Publicar un comentario